Texto Curatorial por Hernán Ulm

El cielo que nos mira: la Ultradistancia de Federico Winer

Tal vez no haya distancia justa para ver lo que nos está pasando en el vértigo incesante de los instantes que nos caen desde arriba. A cada instante los satélites producen imágenes en su deriva sostenida sobre las órbitas imaginarias de la Tierra. Tal vez una toma de posición sea imposible en un espacio que está saturado de imágenes que se superponen, se borran y se olvidan continuamente. Tal vez la única manera en que podamos finalmente ver, tal vez la única manera de configurar una mirada situada, la única manera de acceder a una mirada que se sitúe en medio del sitio de las imágenes, sea romper las formas desmesuradas de lo que se mira y construir una distancia que ya no se pueda medir según las coordenadas de un ojo. Hacer de la propia mirada una instancia vertical que caiga, ella misma, sobre el espacio y sobre el tiempo. Ya no una distancia sino una ultradistancia (como quien dice un ultrahombre), solo posible para una experiencia ultrahumana. Una ultradistancia que, al mismo tiempo, se sitúa en el interior de los medios técnicos y le extrae al ojo algorítmico una visión que ningún programa puede calcular.

Como un nómade celestial, Federico Winer, en un silencioso departamento de la Ciudad de Buenos Aires, pasea por la superficie de las imágenes satelitales para encontrar en ellas lo que escapa a la mirada normal. Para sacarle al cálculo de los satélites la imagen que ningún programa puede calcular. El arte, al fin y al cabo, como decía Gilles Deleuze, consiste en producir visiones y audiciones que no puedan ser percibidas por los medios habituales de la percepción. La ultradistancia no trabaja con los algoritmos de las máquinas. Estos algoritmos constituyen apenas la materialidad técnica de un espacio de cálculo, y es a partir de ellos que Winer extrae lo que no pueden producir. La ultradistancia es la materialidad artística que se desprende de los cálculos y las previsibilidades.

Una ultradistancia produce, en definitiva, ese desplazamiento en el interior de esos medios programables, y toma su sitio en el medio de esos medios para producir esa visión incierta, esa incertidumbre (el horror de los programas es lo incierto). Vista desde arriba, desde una perspectiva vertical —que literalmente cae desde el cielo o, para ser más exactos, cae desde fuera de los cielos, como una potencia que excede las fuerzas de lo planetario— la superficie de la Tierra se muestra con formas extraordinarias. Allí donde nosotros vemos una figura común, la mirada satelital intervenida por el fotógrafo hace revivir paisajes atávicos, animales legendarios, figuras prehistóricas construyendo un territorio que desequilibra las orientaciones de lo cierto.

Una cartografía que no quiere organizar las cosas, sino jugar en el límite en que lo visible se organiza en figuras. Pero también un mapa afectivo que interroga las geografías con las que la política ha repartido el territorio. Una cartografía que revela una distancia que no se deja colmar por la mirada de los hombres. Una distancia que ya no pertenece al espacio en que se habita lo humano. Una mirada despojada de toda pretensión de precisión técnica.

Bajo el efecto de una minuciosa sustracción, la serie de las “imágenes negras” reduce lo visible a un mínimo de luz: bajo esta sustracción (que implica un meticuloso trabajo sobre los píxeles), este grupo de imágenes resalta el carácter artificial de cualquier mirada, aislando las figuras que hace aparecer fuera de todo contexto. Como si estuvieran, de pronto, flotando en la noche que las sueña: como ya hemos dicho antes, algo de las pesadillas oníricas del mundo técnico se presenta en las obras de Federico Winer, un resto diurno de la noche, una pulsión de oscuridad en medio del día.

O bien, por el contrario, la fuerza de su luz aumenta por la presencia de una especie de océano blanco que parece desbordar los límites de las imágenes que vemos: una especie de batalla entre los colores y su suma (el blanco como la suma que anula las diferencias), una tensión que somete las imágenes a la expresión de sus contradicciones. Lo que vemos es siempre el resultado de un conflicto. También el satélite debe luchar contra su mirada para dar a ver las imágenes que miramos. También el satélite ve en la luz una aliada a la que está siempre dispuesto a traicionar: ver demasiado, como sabemos, es una forma de no ver nada. Y el arte pone en tensión ese límite en que el exceso de luz se nos hace ceguera.

Finalmente, aquellas imágenes en las que el privilegio del color triunfa sobre las pulsiones de la noche y de la luz. Allí una explosión alegre realiza la fiesta de una visión alucinada. Planos de colores se recortan unos sobre otros y forman una espesura incierta que la realidad de la imagen niega. Porque si la obra de Federico Winer muestra el lado pesadillesco del mundo onírico de la tecnología satelital, también muestra el límite alucinado en el que se arriesga siempre la ilusión de dar con un lugar que está ausente de lo humano (es la extrañeza de estos paisajes: ellos no parecen estar habitados por nadie).

Alucinación que impide que el satélite reconozca (o que somete al satélite a un nuevo esfuerzo por reconocer) el lugar del que se trata. Y es que ultradistancia es, en este sentido, también la destitución de los lugares de los que se ha arrancado la imagen, y la persistencia por nombrar los lugares en los títulos de las fotografías sea, tal vez, una especie de broma de Winer para que entendamos que no vemos eso que nos muestra, que lo que nos muestra no responde al nombre que se nos indica, y que toda política de la mirada se inscribe en la tensión entre el nombre y el lugar; o más aún, que los lugares no son sino un exceso de los nombres que, con un breve giro dado al programa, dejan de existir en la ultradistancia artística de la fotografía satelital.

Una ultradistancia que no pertenece al modo en que la distancia existe para los hombres, sino a las tecnologías más sofisticadas del mundo digital, revela, finalmente, el carácter artificial de la Tierra; revela que lo que vemos puede ser visto de otro modo.

Curatorial Text by Hernán Ulm

The Sky That Gazes Upon Us: Federico Winer’s Ultradistancia

Perhaps there is no right distance from which to see what is happening to us amid the relentless vertigo of the moments that fall upon us from above. Every instant, satellites produce images in their sustained drift along the imaginary orbits of the Earth. Perhaps taking a position is impossible in a space saturated with images that overlap, fade, and are continuously forgotten.

Perhaps the only way we might finally see — the only way to shape a situated gaze, the only way to inhabit a point of view within the very field of images — is to break apart the excessive forms of what is seen and build a distance that can no longer be measured by the coordinates of an eye. To make one’s own gaze a vertical instance that falls, itself, upon space and time. No longer merely a distance, but an ultradistancia (as one might say, an ultrahuman distance) — only possible for an ultra-human experience.

An ultradistance that situates itself within technological media, extracting from the algorithmic eye a vision that no program could ever calculate. Like a celestial nomad, Federico Winer, from a quiet apartment in Buenos Aires, roams across the surface of satellite images to find within them what escapes normal vision — to wrest from the satellites’ calculations an image that no algorithm could compute.

Art, after all, as Gilles Deleuze once said, consists in producing visions and sounds that cannot be perceived by ordinary means of perception. Ultradistance does not work through algorithms; these are merely the technical materiality of a computational space. It is from within them that Winer extracts what they cannot produce. Ultradistancia is the artistic materiality that detaches itself from calculation and predictability — a displacement within programmable media that generates an uncertain vision, an uncertainty (for the horror of programs lies precisely in the uncertain).

Seen from above — from a vertical perspective that literally falls from the sky, or more precisely, from beyond the heavens as a force exceeding the limits of the planetary — the surface of the Earth appears with extraordinary forms. Where we might see only a familiar figure, the satellite gaze, intervened by the artist, revives atavistic landscapes, legendary animals, prehistoric shapes, composing a territory that unsettles our sense of certainty.

A cartography that does not seek to organize things, but rather to play at the threshold where the visible arranges itself into figures. Yet it is also an affective map, questioning the geographies through which politics has divided the territory. A cartography that reveals a distance unbridgeable by human sight — a distance no longer belonging to the space where human life dwells. A gaze stripped of every claim to technical precision.

Through a process of meticulous subtraction, the series of “Black Images” reduces the visible to a minimum of light. This subtraction — involving an almost surgical manipulation of pixels — exposes the artificial nature of all vision, isolating figures that appear outside any context, as if suddenly floating in the night that dreams them. As we have said before, something of the technical world’s dreamlike nightmares surfaces in Winer’s works: a diurnal remnant of the night, a pulse of darkness in the midst of daylight.

Or, on the contrary, the force of light intensifies through the presence of a kind of white ocean that seems to overflow the limits of the image — a battle between colors and their sum (white as the sum that cancels difference), a tension that subjects the images to the expression of their contradictions. What we see is always the result of a conflict. The satellite itself must struggle against its own gaze to reveal the images we look at. The satellite, too, sees light as an ally it is forever ready to betray — for to see too much, as we know, is a way of seeing nothing at all. And art stretches that limit, where excess of light becomes blindness.

Finally, there are those images in which the triumph of color overcomes the impulses of both night and light. There, a joyful explosion enacts the celebration of a hallucinatory vision. Layers of color cut across one another, forming an uncertain density that defies the reality of the image. For if Federico Winer’s work exposes the nightmarish underside of the dreamlike world of satellite technology, it also shows the delirious limit where the illusion of finding a place untouched by humanity always teeters. The strangeness of these landscapes lies in this: they seem uninhabited by anyone.

A hallucination that prevents the satellite from recognizing (or forces it to struggle again to recognize) the very place it depicts. Ultradistancia, in this sense, is also a destitution of place — an undoing of the sites from which the images have been torn. The persistence of naming these sites in the titles of the photographs might be Winer’s subtle joke: to remind us that we do not see what we are told we see, that what is shown does not match its name, and that every politics of vision inscribes itself in the tension between name and place.

Or perhaps more radically, that places themselves are nothing but an excess of names — names which, with a small turn of the program, cease to exist within the artistic ultradistance of satellite photography.

An ultradistancia, then, that does not belong to the way distance exists for humans, but to the most sophisticated technologies of the digital world — revealing, ultimately, the artificial nature of the Earth itself. It reveals that what we see could, always, be seen otherwise.